Quién podría haber pensado entonces que me ibas a penar el resto de la vida, como una música tonta, como la más vulgar canción, de esas que escuchan las tías solas o las mujeres cursis. Canciones de folletín que a veces aúllan en algún programa radial. Y era tan raro que te gustara esa melodía romanticona a ti, un muchacho de la Jota, en ese liceo público donde cursábamos la educación media en plena Unidad Popular. Más extraño era que, siendo yo un mariposuelo evidente, fueras el único que me daba pelota en mi rincón del patio, arriesgándote a las burlas. “Pues la ciudad sin ti... está solitaria”, no dejabas de canturrear con esa risa tristona que yo evitaba compartir para no complicarte. Hace poco, después de tantos años, volví a escuchar esa canción y supe que entonces admiraba tu candor revolucionario, amaba tu alegre compromiso que se enfureció tanto cuando supiste que los fachos iban a destruir el mural de la Ramona Parra en el frontis del liceo. Hay que hacer guardia toda la noche, dijiste, y nadie te hizo caso porque al otro día había una prueba. Qué importa la prueba, me da una güeva, yo me quedo cuidando el mural del pueblo. Y a mí tampoco me importó la prueba cuando escapé de mi casa a medianoche y me fui al liceo y te encontré acurrucado empuñando un palo, haciendo guardia bajo el mural de pájaros, puños alzados y bocas hambrientas. “Pues la ciudad sin ti...”, reíste sorprendido al verme, haciendo un espacio para que me sentara a tu lado. No lo podías creer, y me mirabas y cantabas “todas las calles llenas de gente están, y por el aire suena una música”. Te vine a hacer compañía, compañero, dije, tiritando de tímido. Bienvenida sea su compañía, compañero, me contestaste, pasándome el pucho a medio consumir por tu boca jugosa. No fumo, te contesté con pudor. Entonces no fumaba, ni piteaba, ni tomaba, ni jalaba, sólo amaba con la furia apasionada de los dieciséis años. Pueden venir los fachos. ¿No tienes miedo? Te contesté que no, temblando. Es por el frío, esta noche hace mucho frío. No me creíste, pero enlazaste tu brazo en mis hombros con un cálido apretón. “De noche salgo con alguien a bailar, nos abrazamos, llenos de felicidad... mas la ciudad sin ti... ”. Era extraño que cantaras esa canción y no las de Quilapayún o Víctor Jara, que guitarreaban tus compañeros del partido. La cantabas despacito, a media voz, como si temieras que alguien pudiera escucharte. No sé... era como si me la cantaras sólo a mí. “Pues la ciudad sin ti...”, musitabas cada letra en el vaho de aquella tensa noche de vigilia. Casi no sentía el frío a tu lado, y hablando así despacito de tantas cosas, de tanto ingenuo adolecer, me fui relajando, adormilando en tu hombro. Pero el pavor me cortó la respiración al escuchar unos pasos en la calle. No te muevas, me soplaste al oído, sujetando el garrote. Pueden ser los fachos. Y permanecimos así juntititos, con el corazón a dúo haciendo tum tum, expectantes. Pero no eran los fachos, porque las pisadas se perdieron en la concavidad de la calle retumbando. Y quedamos de nuevo solos en el silencio. “Y en el aire se escucha una música...”, volviste a cantar en mi oído, y así pasaron las horas, y al día siguiente nos sacamos rojo en la prueba y vinieron los exámenes de fin de año y los tiempos escolares rodaron turbulentos en marchas por Vietnam y mitines en apoyo al Presidente Allende. Y después la música se cortó de pronto, vino el golpe y su brutalidad me hizo olvidar aquella canción.
Nunca más supe de ti. Pasaron los inviernos de tormenta rebalsando el Mapocho de cadáveres con un tiro en la frente. Pasaron los inviernos con la estufa a parafina y la tele prendida con Don Francisco y su musiquita burlesca acompañando el cortejo de la patria en dictadura. Todo así, con show importado, con vedettes tetudas en la falda de los generales. La única música que retumbaba en el toque de queda era la de esa farándula miliquera.
Nunca más supe de ti, quizás escondido, arrancado, torturado, acribillado o desaparecido en el pentagrama impune y sin música del duelo patrio. Algo me dice que fue así. Santiago es una esquina, Santiago no es el gran mundo; aquí, algún día todo se comenta, todo se sabe. Por eso hoy, al escuchar esa canción, la canto sin voz, sólo para ti, y camino trizando los charcos del parque. Este invierno se viene duro, cae la tarde otoña en el cielo reflejado en las pozas. Aglomeración de autos tocan bocinas en los semáforos. Van y vienen los estudiantes con sus pasamontañas para el frío y la protesta. Los santiaguinos se agolpan en los paraderos del Transantiago en masa, en tumultos, en una muchedumbre alborotada que colma las calles. “Mas la ciudad sin ti... mi corazón sin ti...”.
Pedro Lemebel, Poco hombre, Ediciones Universidad Diego Portales